Hablábamos ayer de las novelas slipstream. Pues bien, El país de las últimas cosas es una de las mejores que podemos encontrar en esa corriente y una de las pocas de la obra de Paul Auster que podrían encajar en la ciencia ficción. Porque aunque el escritor siempre se ha movido bien en los límites del surrealismo, casi ninguno de sus relatos afronta como éste la posibilidad de un futuro en forma de pesadilla.
En El país de las últimas cosas, el neoyorquino narra la historia de Anna Blume, una recién llegada a un país nunca identificado (pero que puede ser EEUU) que va en busca de su hermano en medio de un mundo que se derrumba. Y no es una metáfora: todo se está yendo a pique, lo material ha dejado de funcionar y, misteriosamente, las cosas desaparecen sin dejar rastro. En palabras de la narradora, «se desmoronan o desaparecen y no se crea nada nuevo«.
Auster, que no está nada satisfecho de esta obra, consigue en apenas tres páginas meter al lector en una civilización que se descompone. No necesita más, porque luego, página a página, la vida diaria de Anna entre el caos va ganando terreno y aparece, una vez más, el escritor que disecciona con mayor talento algunas de las miserias del ser humano.