La primera fue una chorrada del tamaño del Titanic. La segunda apostaba aún más fuerte y elevaba las dimensiones de estupidez a las del Cañón del Colorado. ¿Qué decir pues de esta tercera? Muy fácil, que a menos que seas incondicional de Ben Stiller y sus muecas o quieras regocijarte en las equivocadas decisiones de un Robin Williams que anda tanto o más perdido que Robert De Niro. Para cualquier otro caso, se recomienda huir despavorido del cine que emita este más que probable bodrio.